La isla desierta

He escrito mucho. Siempre se trata de ti, y de mí, ciertamente. Le doy vuelta a la memoria como quien quiere pasar la página; pero mi libro es una vieja broma vanguardista, todas las páginas están en blanco para que yo ponga ahí lo que mejor me parezca (decido dejarlo como está).

Me dijeron: “Regala el olvido”. Y aunque apenas han pasado diez meses me empeño en quererte, así, de lejos. Pero no es un amor ideal, no se trata de reivindicar aquí ningún platonismo. ¿Qué es lo que extraño? ¿Una suerte de vida no vivida a tu lado, en algún azaroso universo donde abundan los “hubiera”? No… No sé cómo decirlo, cómo dejarlo aquí todo, de una vez y para siempre.

La música me resulta insoportable, absolutamente todo mi oído tiene que ver contigo. Ver películas tampoco es fácil. Y, sin embargo, lo hago. Trato de concederle a las situaciones y a las cosas un sentido nuevo o, al menos, anterior. Pero antes de ti no había nada.

Reconozco en estas palabras mi enfermedad. Mi trauma originario. Un sentimiento que nunca me ha dejado avanzar, terminar las cosas.

Sé muy bien que ningún perdón viene de afuera. No hay nada que perdonar.

Todo lo que queda es amar. Amar es perdonar.

Pero, primero, perdonarse uno.

Nadie me va a perdonar, nadie puede hacer eso por mí.

Escucho la banda sonora de Prosperos´s book (película de Peter Greenaway, música de Michael Nyman).

Quiero llorar. Veo cómo soy el lugar donde se dan cita los fantasmas.

(1 de noviembre del 2023)

Y en medio de todo esto, un genocidio. Las fuerzas sionistas israelíes atacan objetivos civiles en la franja de Gaza. Todo empezó el 7 de octubre del 2023. En realidad todo empezó en 1948, o incluso antes. No les importa si son mujeres, niños, bebés. Bombardean todo y se sienten orgullosos de eso.

(2 de noviembre)

Leo a Irene Solá.

Diario

Regreso. Busco una voz. Estoy seguro de haberla escuchado. Leo el pasado como quien hurga en los cajones de los abuelos. Me arrepiento, me siento intruso en mis propias raíces. Declaro haber cambiado en algo. Renuncio a la incongruencia rapsódica del instante. Me digo “tienes que ser concreto, no puedes andar por ahí sin decir nada, ¿qué dirá la gente?”. Lo cierto es que en las fiestas me contento con sólo reírme. Estoy cansado, podría decir, de querer demostrar las cosas. Por otro lado, me sorprendió la obsesión y la paciencia con la que inicié este texto. Busco una voz, no necesariamente la mía. Espero, por supuesto, algunas respuestas mientras escribo. No las mismas respuestas de siempre. No lo que quiero escuchar. Suena el teléfono, me preguntan cómo estuvo el festival. “Estuvo buenísimo” contesto. Digo la verdad, aunque eso haya significado haber trabajado mucho para no recibir al final ni un quinto. Salimos tablas. Así es esto. Veo que sigo escribiendo. Estoy dubitativo respecto a iniciar otro párrafo. No creo haber cambiando radicalmente de tema o haber introducido un nuevo tópico. “Tópico” qué palabra. Viene del griego “τοπικός” que significa relativo a un lugar. Entonces cuando digo que no hay un nuevo tópico quiero decir que no hay un nuevo lugar y, por supuesto, que en ese momento dudo. ¿Qué ese este espacio que se me muestra por delante? No quiero arrastrar a nadie a estas aburridas reflexiones; si gusta, ahora mismo, puede dejar de leer. La cosa es que lugar y espacio no son lo mismo. No quiero contestar ahora. No quiero recordar ni a Aristóteles, ni a Bergson ni a Merleau Ponty. Esto que estoy escribiendo no va de eso. ¿De qué va? No lo sé. Sólo intuyo que la verdadera literatura es pura vía negativa. No vamos tras definiciones. No sabemos quiénes somos. A lo mucho puedo decir que hoy cumplí con mi cuota diaria de obligaciones. Estuve dando clases por la mañana, haciendo la comida por la tarde, salí en bicicleta y me puse a escribir. Andar en bicicleta y escribir es muy parecido. Puedes andar la misma ruta pero siempre es diferente de alguna manera. Mi ruta corta, que es la que tomo cuando está por anochecer, consiste en atravesar el centro de la ciudad y llegar hasta el otro extremo, hasta un barrio bastante opulento llamado la Presa, ahí en efecto hay una presa. Nada del otro mundo. Sigo por ahí, y doy vuelta a mano derecha para subir por la panorámica. Es una subida ligeramente pesada, no demasiado. El recorrido tiene la ventaja de ser un excelente mirador. Paisajismo puro. Llego al cerro de la Bufa, famoso por sus leyendas, sus serpientes y sus bruscas pendientes. El cerro es una enorme roca. Ante esta obviedad, me gustaría decir que, sí, todos los cerros son rocas, pero la Bufa es explicitamente una roca; no una roca, sino un conjunto desnudo de rocas que la erosión ha ido puliendo. Alguna vez me caí ahí andando en la bicicleta. Tengo el claro recuerdo de que, justo antes de la caída, estaba pensando en la Crítica del juicio de Kant, en el juicio reflexionante, en el libre juego de la imaginación. En fin, la caída me despertó, si no del sueño dogmático, sí de mi divague idealista. Dicho esto, sólo agregaré que mi ruta termina en un barrio empotrado en un cerro, conocido como Cerro del gallo. No lo había mencionado, pero Guanajuato es un conjunto de cerros. Los habitantes y las casas son, a la larga, adaptaciones geométricas al plano inclinado. Aquí se camina en diagonal. Caminar en diagonal sería como escribir en itálica, algo así, pero sin esa elegancia.